miércoles, 20 de mayo de 2015

Regreso al pasado, un día cualquiera en la Mussara.




En la actualidad, en una sociedad que goza de las comodidades tecnológicas y que está atada al estrés de la vida moderna, puede resultar difícil imaginar cómo era la vida de nuestros antepasados. Hoy en el blog haremos un ejercicio de imaginación, de esos que tanto me gustan, y trataremos de  describir cómo podía ser el día a día de un habitante cualquiera de un pequeño pueblo perdido en la cima de una montaña: La Mussara.


Pongámonos en situación, amanece un día como hoy de hace algunos siglos, a las seis de la mañana la oscuridad de la noche empieza a dejar paso a la claridad del día, pese a estar ya metidos en el mes de mayo las noches y las mañanas aún resultan bastante frescas en la montaña, por lo que no es raro que algunas chimeneas escupan el humo de los hogares de leña que permanecen encendidos durante la noche para ayudar a combatir las frías temperaturas de la madrugada. El sol, que se empieza a vislumbrar en el horizonte más allá del ‘Camp de Tarragona’ y el mar Mediterráneo, hace que la vida empiece a funcionar de nuevo en el pueblo. Los primeros pájaros empiezan a romper con sus cánticos el silencio sepulcral de la madrugada y con ellos, también, el sonido de los gallos ayuda a despertar a los habitantes que tienen el sueño más profundo. 


Uno de ellos se despierta, se despereza y se levanta de su rudimentaria cama construida a base de tablas y sacos llenos de lana. Lo primero que hace es encender una vela ya casi consumida, para poder ver mejor, ya que la claridad del día aún es débil y tenue. Este habitante vive en una casa de las que están situadas en las afueras del viejo pueblo de la Mussara. Pese a ser una humilde casa de pueblo, sin las comodidades de ahora, es espaciosa y de dos plantas. Su primera tarea al levantarse, y que lleva repitiéndose desde el pasado mes de septiembre cuando el frío comenzó a hacerse presente, es avivar el fuego de la chimenea que lleva toda la noche encendido y que poco a poco va extinguiéndose. Lo alimenta con más leña, pero no mucha, a diferencia de algunas semanas atrás ya no es necesario mantenerlo encendido durante todo el día, a excepción de alguna jornada lluviosa y fría que todavía se puede dar por estas fechas en la montaña. Aprovecha ese mismo fuego para poner una vieja cacerola de hierro llena de agua -que previamente fue a buscar el día anterior al estanque del centro del pueblo o a algunas de las escasas fuentes naturales, que existen en los alrededores del pueblo, para llenar una tinaja de barro que usa a modo de pequeño depósito de agua- y calentarla para el aseo personal. Tras las labores de aseo el hombre observa como la claridad del día es ya más intensa y apaga la vela, un lujo que no hay que malgastar. 


Acto seguido se dirige al pequeño corral que hay en la parte trasera de la casa para ordeñar a un par de cabras que le proporcionan algo de leche, principalmente destinada al consumo de los más pequeños del hogar. Lo primero que hace, antes de ordeñar, es cerciorarse que durante la madrugada ningún lobo -que en aquella época todavía estaban presentes por esas montañas- o zorro haya causado daños a los animales que allí guarda: un par de cabras, unas cuantas ovejas, algunos cerdos, cinco o seis gallinas y su correspondiente gallo. Tras las tareas de ordeñado y acondicionamiento matinal del corral y de los animales regresa de nuevo al interior de la casa. Se dirige a un pequeño hueco situado debajo de la escalera que une la planta inferior con la superior y que es utilizado como despensa, en ella busca algo para desayunar, un poco de pan y un trozo de lomo de cerdo embutido que fue elaborado hace unos meses durante la matanza de los cerdos que cría y engorda en su corral. Un buen desayuno que le ayuda a coger fuerzas para el día de trabajo que le espera.


Una vez saciadas sus necesidades alimentarias, saca a pastar a las ovejas por los campos de alrededor del pueblo, esta tarea le mantendrá ocupado durante gran parte de la mañana. Afortunadamente, en estas fechas, esta tarea es más sencilla y grata de realizar  que durante los fríos meses de invierno que han quedado atrás. Aprovecha el recorrido que hace con su pequeño rebaño de ovejas para examinar alguna de las trampas que tiene colocadas por el trazado que realiza. Esta vez ha tenido suerte, en ellas han caído un par de conejos, hoy no tendrá que esforzarse demasiado para pensar cuál va a ser el menú del día. 
 
Parado y sentado en una de las piedras, mientras saca su bota y echa un pequeño trago de vino  -que compra cuando baja por algún motivo a la ciudad de Reus- se da cuenta que la posición del sol le indica que ya se está acercando el mediodía y es hora de regresar a casa. Ayudado por sus dos perros dirige de nuevo el rebaño de ovejas al corral. En casa le espera su mujer, que durante la mañana ha estado realizando las pertinentes labores que en aquella época – de sociedad un tanto machista- solían ser tarea de las mujeres, encargarse de los niños, acondicionar la casa, ir a la fuente o al estanque a por agua, realizar una nueva visita al corral para dar de comer a los cerdos y a las gallinas y revisar si éstas han puesto algún huevo...


El campesino llega a casa y muestra con alegría a su mujer e hijos los dos conejos que ha recogido de las trampas, hoy el menú será conejo con hierbas aromáticas -recogidas del monte- a la brasa. La mujer se encarga de despellejar el conejo -la piel será aprovechada para confeccionar alguna pequeña prenda de ropa o pequeña bolsa- y de cocinarlo en un pequeño fuego encendido para tal menester. Después de la comida la mujer se dispone a seguir con sus tareas hogareñas y el cuidado de los niños mientras el hombre vuelve a retomar sus labores cotidianas. Por la tarde se dispone a trabajar la tierra que posee a un par de kilómetros del pueblo, donde dispone de una pequeña plantación de cereales y de un pequeño huerto del que logra abastecerse de algunas hortalizas. Pero antes de ir a su pequeño terreno quiere pasar por la masía del panadero, queda muy poco pan en la despensa de casa y allí -a cambio de algunos embutidos de los que él elabora con la matanza de sus cerdos- podrá realizar un trueque y conseguir unos cuantos kilos de pan para proveerse durante algunas semanas. 

 
También quiere pasarse por la masía de la familia de los leñadores, en la taberna del pueblo le han dicho que ha llegado un importante pedido de vigas de madera para una obra de un pueblo de la falda de la montaña y será necesaria, durante algunas jornadas, mano de obra para talar los árboles y elaborar las vigas de madera. Este trabajo temporal le proporcionará algunos ingresos monetarios que podrá utilizar, cuando baje a la ciudad, para comprar algunas de las cosas que necesita la familia y que no están disponibles en el pueblo. Tras solucionar estos dos asuntos llega a la pequeña era, allí se encarga de llevar a cabo las tareas que le requiere la tierra. El cereal, de momento, en esta época no le exige mucha atención. El pequeño huerto, sin embargo, requiere algo más de trabajo ya que hay que desplazarse a una de las fuentes naturales cercanas para buscar agua y poder regar la tierra -hace algunos días que no ha caído ni una gota de agua del cielo-. También quiere aprovechar las pocas horas que le quedan de claridad para empezar a cavar las zanjas donde dentro de un mes plantara patatas. 


Los días ahora son más largos y se aprovechan mejor para las tareas del día a día pero, entre unas cosas y otras, se da cuenta que empieza a anochecer, así que recoge los utensilios de trabajo y emprende el camino de regreso al pueblo. Una vez allí, antes de volver a su hogar, hará una pequeña parada en la casa que hace las funciones de taberna del pueblo, allí poco a poco van llegando algunos de los hombres que viven en la Mussara para reunirse y comentar las aventuras y desventuras de su jornada mientras toman algún vaso de vino, juegan a las cartas y charlan amigablemente. 


Las mujeres y los niños aprovechan estas últimas horas del día para reunirse delante de la pequeña balsa del pueblo. Las mujeres hablan entre ellas mientras los más pequeños juegan a cazar las ranas que ya se dejan ver por el estanque. Poco a poco, entre dimes y diretes, va oscureciendo y con la llegada de la noche también llega el frío -como se mencionaba anteriormente las noches en lo alto de la montaña aún son frescas-. Lentamente las familias se van reuniendo de nuevo en sus hogares. El protagonista de nuestra historia se despide de sus amigos y vecinos, con los que ha compartido un rato en la taberna, y regresa a su casa. Allí mientras su mujer prepara la cena él procede a encender la chimenea para que la temperatura de la vivienda sea más agradable durante la fría madrugada. Acto seguido la familia se reúne en torno a una rustica mesa y cenan una tortilla con algo de embutido, algunas hortalizas y unas yescas de pan bajo la tenue luz que les proporcionan las velas y el fuego de la chimenea. Es el momento del día en el que todos los miembros de la unidad familiar aprovechan para compartir las anécdotas que les han sucedido durante el día. Finalizada la cena familiar la madre se apresura a recoger los restos de la comida y a acostar a los niños. Mientras, el marido, hace una última visita al corral trasero de la casa para comprobar que todo está en orden.  Después, tras certificar que los animales están bien, regresa al interior de la casa donde ya le esperan su mujer y sus hijos metidos en la cama. Por último, vuelve a echar más leña a la chimenea para asegurarse de que el fuego permanezca encendido durante la madrugada y se mete en la cama, apaga la vela y pone punto y final a otro día de vida en un pequeño pueblo perdido en lo alto de una montaña, la Mussara.